Andrew Wyeth: La tercera mirada

Por Wim Wenders *

Todos los grandes pintores nos enseñan a ver, y eso vale tanto para los visionarios abstractos como para los realistas. Rothko nos traslada a terrenos perceptivos distintos de los que proponen Vermeer, Beuys, Klee o Twombly, y si hay algo que nadie querría hacer es renunciar a algunas de esas "revisiones", en el sentido más preciso de la palabra.
Siempre me sentí curiosamente atraído por los pintores que se mantuvieron en una línea "figurativa" (no tengo un término mejor) en momentos en que la industria del arte que los rodeaba ya había tomado, hacía tiempo, nuevos rumbos.
Ese fue el caso del enigmático Balthus y del gran Beckmann, pero en particular de los pintores estadounidenses que mantuvieron estoicamente su instinto aunque su arte pareciera totalmente pasado de moda en relación con las corrientes abstractas y el aluvión del pop-art. (Probablemente me parezca más valiente "defender la realidad" que inventar una nueva...). Por supuesto que estoy hablando de Edward Hopper, pero más aún de un artista que no tuvo gran eco fuera de los Estados Unidos y que muchas veces fue relacionado con contextos equivocados: Andrew Wyeth.
Desde mi punto de vista, Wyeth es uno de los defensores más audaces de un concepto realista del siglo XX y dueño de una mirada extraordinaria de las cosas. Fue catalogado, y es indignante, como "pintor primitivo". O, lo que es casi peor, desacreditado como representante de un patriotismo estadounidense por el que se lo tildó de "héroe artístico de los Estados Unidos rural". "Arte regional". Esa era otra categoría despectiva con la que fue rotulado. Pero dejando de lado todas esas etiquetas, y contemplando su obra sin prejuicios, tal vez ustedes queden tan impresionados como lo estuve yo.
Andrew Wyeth era radical. Vivía absolutamente retirado, lejos de toda escuela o agrupación (se formó con su padre, el pintor N. C. Wyeth). Perfeccionó un estilo y una técnica que había tenido su apogeo en el Renacimiento: la témpera de huevo, que desde entonces fue reemplazada en gran parte por la pintura al óleo y en el siglo XX quedó prácticamente olvidada. Durero, por ejemplo, muy admirado por Wyeth, pintaba con témpera de huevo. Esa antigua técnica y las destrezas que adquirió el artista le permitieron disponer de una enorme riqueza de detalles y estructuras en sus grandes lienzos, en los que trabajaba durante meses. De hecho solo terminaba dos o tres por año.
Pese a eso, Wyeth producía muchísimo, porque también había ido perfeccionando el arte de la acuarela, a la que recurría para hacer bocetos o estudios previos. "El pincel seco" se convirtió en todo un sello que el pulió a un grado tal que es imposible no quedarse mirando atónito esas obras. Las acuarelas suelen tener la connotación de algo fugaz, puesto al pasar, esbozado. Pero las de Wyeth son todo lo contrario. Al pintar paisajes de invierno, por ejemplo, capta la composición y la luz de un modo que cualquier espectador podría pensar que ha sido fotografiado (eso es, dicho sea de paso, lo mismo que sucede al contemplar sus retratos). Solo al observar los márgenes de las pinturas se reconoce, de repente y con total asombro, que todo se descompone en colores y pinceladas.
Pero no es la habilidad que demuestra tener este pintor en el sobresaliente dominio de las técnicas de pintura lo que me despierta tanta admiración y lo que me ha convencido de que Wyeth es un gran maestro de ese acto de ver, de mirar. Su obra me fascina por otras razones.
Wyeth vivía seis meses al año en una alejada región de Pensilvania y elegía motivos que estuviesen en un radio de un par de kilómetros cuadrados de su casa y de su taller. Las "distancias" en las que se movilizaba eran acotadas y, si hubiera sido por él, el resto del mundo podía no existir. La otra mitad del año transcurría en un sitio aún más apartado de la costa de Maine, donde, nuevamente, solo pintaba aquello que lo circundara directamente o a las personas que encontrara allí. Pinturas de otoño y de invierno en Pensilvania, pinturas de primavera y de verano en Maine. En eso consistía su vida artística. Y pintaba sin pausa. Hasta se levantaba sigilosamente en la oscuridad de la noche para ir a su taller y quedarse contemplando los lienzos a medio hacer.
Pintó campos, graneros, casas, interiores, y retrató a personas simples, vecinos, trabajadores, vagabundos. Se obsesionaba con detalles como ramas y briznas de hierba o con caracolas que encontraba en la playa. Le encantaba pintar nieve. Tenía fascinación por todo lo que fuese blanco.

Su obra más famosa (la contraparte de otro ícono del siglo XX: Nighthawks, de Hopper) se titula Christina's World. Tal vez la conozcan. En primer plano, hacia la izquierda del cuadro, se ve a una mujer sentada en una pradera, de espaldas al observador, y al pie de una elevación extensa y completamente vacía en la que solo hay una casa de campo sencilla, de dos pisos. A la izquierda, un granero. Entre la mujer y la casa se abren la fragilidad y el vacío. Su cabello ondea en el viento y uno oye cómo esa brisa recorre la hierba que cubre todo el campo delante de ella hasta llegar a la casa. Andrew Wyeth estuvo meses pintando esa superficie de hierba marrón. ¡Se ven todas y cada una de las briznas! La textura del vestido de la mujer, su piel, su cabello tienen un énfasis indescriptible. Nada es "estático", pese a estar pintado. Se siente la inmediatez de la mirada del pintor, una frescura que solo puede verse en fotografías e "instantáneas". Esa mujer podría darse vuelta en cualquier momento... Parece joven y llena de energía...
Wyeth pintó muchas veces a Christina Olson y lo hizo a lo largo de los años, ya fuera en esa casa de la lomada, que era de ella, en la cocina, delante de la puerta de entrada, tejiendo o acariciando a su gato... Hizo elaborados retratos de ella en témpera e innumerables acuarelas y bocetos.
Se sumergió en la vida de Christina, "vio" y "reconoció" su esencia e hizo todo lo que estaba a su alcance para mostrarnos su existencia de un modo maravillo y magnífico. Sí, podría decirse que la enalteció, la glorificó para que pudiera verse, "por todos los tiempos", quién era y cómo era aquella mujer. Me conmueve profundamente que un pintor se haya dedicado con total entrega y sin escatimar esfuerzos a hacer relucir la existencia de una persona, de su ser, de su esencia y de su presencia en un lienzo.
(Desde el siglo XIX, por no hablar del XX, la fotografía también permite captar y conservar, por supuesto, pero sigue siendo más fiable la pintura, en la que la mirada del observador, el pintor, junto con su pulso y su afecto, están tanto más involucrados y donde hay tanto más en juego, ya por el mero hecho de pensar en el tiempo de vida que ambos, pintor y modelo, entregan).
Para poder apreciar esta pintura no es necesario saber (aunque a mí casi se me parte el corazón al enterarme) que Christina era parapléjica y no tenía movilidad en las piernas. Y si en esta obra, Christina's World, ella está mirando hacia su casa desde lejos, debe haber llegado hasta allí atravesando el campo a rastras. Cuando Wyeth pintó ese cuadro, ella ya era una mujer mayor...
En los hechos, la "realidad" de esta imagen es totalmente inventada. Wyeth vio a Christina avanzar arrastrándose una única vez y por un momento muy breve desde una ventana del primer piso. Pero ese instante lo impresionó tanto que quiso pintarla desde esa perspectiva, como la mujer joven que él no llegó a conocer. La gracia de esa silueta es pasmosa. Solo podemos verla de espaldas (tal vez la delgadez de sus brazos y de sus piernas nos genere cierto asombro) y solo podemos imaginar su rostro (pero lo imaginamos inmediatamente hermoso), así como toda la belleza que irradia su actitud.
Lo que Wyeth pintó fue un instante, un momento fugaz, pero cuanto más tiempo se la observa, más atemporal se vuelve la imagen. Es más, parece estar fuera del tiempo...

Al decir esto hay otra obra de Wyeth que me viene a la mente. Es una naturaleza muerta (en inglés: still life) que consume todas las definiciones posibles de este concepto. Por un lado, es de una gran quietud, esa que está contenida en el adjetivo still. Pero si nos detenemos en el término vemos que, además de esa quietud encierra cierta continuidad, porque still también significa "todavía" (como en "todavía tengo hambre"). Y en un tercer nivel tenemos nada menos que la "vida", life, en todo su abanico de significados, en particular en ese que nos incluye tanto a nosotros, los observadores, como al cuadro.

La vida es el reino en el que tiene lugar la visión. Es, por supuesto, la más valiosa (e inexplicable) de todas las dimensiones, el enigma de nuestra existencia, de los objetos y de todo lugar en el tiempo. La vida es "tiempo" y "ser".
En esta obra, Wind from the Sea, del año 1947, reverberan todos esos significados del concepto still life.
Lo que vemos es solo el paisaje que se abre delante de una ventana. Sí, estamos nuevamente en casa de Christina. Nosotros (en efecto, nosotros) miramos desde una ventana abierta, a través de una cortina en movimiento, hacia un paisaje desierto, y hay un camino ondulado que lleva hacia ese mar que intuimos a la distancia.
Aquí Wyeth también le dedicó meses enteros a los detalles para poder pintar, giro por giro, el encaje de la cortina y captar esa milésima de segundo tan radicalmente efímera en que la cortina se infla pausadamente al soplar el viento. Y aquí, una vez más, al igual que en Christina's World, el instante y la eternidad confluyen en una unidad. Wyeth nos enseña o nos ayuda a ver ambos niveles. Tal vez esa sea la lección más valiosa que pueda haber para nuestra percepción, estropeada, limitada y tan falta de instrucción: reaprender a estar, simultáneamente, en el instante y a la vez fuera del tiempo. Wyeth nos permite ver que ambos son un milagro, y eso es justamente lo que el torrente de imágenes cotidiano le oculta a nuestros ojos. Cuantas más imágenes vemos pasar, menos sabemos reconocer la naturaleza única que tiene hasta la porción más diminuta de vida.
Cada obra de Wyeth es el resultado de una experiencia directa e inmediata en la que él se ha sumergido hasta sus mayores profundidades y que, sin embargo, logra mantener viva mientras pinta. (¡¿Qué otro artista logra capturar semejante fugacidad?!). Wyeth dijo una vez que las cosas que pintaba las percibía, primero, como de reojo y que solo con el tiempo se percataba de lo que le había llamado la atención. A partir de eso lograba recuperar aquel instante casual e involuntario para volcarle una indecible riqueza de detalles, para amplificarlo y profundizarlo sin perder el fulgor de ese primer vistazo inocente.
Subió al primer piso de la casa de Christina y entró en ese ambiente por el que no había pasado nadie hacía tiempo. El aire era caluroso y sofocante, abrió la ventana, entró la brisa... ¡y ESO, justamente eso, fue lo que quiso pintar! Eso y nada más.Y hasta logró, de un modo magnífico, plasmar el sofoco que pende de esa habitación y el aroma del aire de mar que carga el viento.
No cabe duda alguna, Wyeth pinta "realidad". Y uno incluso podría estar tentado de llamarla hiper-realidad por ser tan potente e inconcebiblemente detallista. Pero sería un error reducirlo tildándolo de "realista". Su estilo no debería ser catalogado bajo ningún concepto como "realista". Eso no es lo que le interesa. Tal como ocurre con un pintor abstracto, el mayor interés de Wyeth radica en lo que está por debajo de la superficie de lo visible. En su trabajo (y a través de él) quiere poder descubrir la esencia de una persona, de un sitio o de un objeto. Para explorarlos trabaja con la precisión de un cirujano, invierte un tiempo y una paciencia extraordinarios, solo que lo hace tomando recursos y herramientas diferentes de las de sus colegas abstractos: toma exclusivamente el mundo visible, no mundos interiores ni espacios imaginados.

Toda representación de la "realidad", tal mi impresión, está directamente vinculada al presente y al instante. Pero Wyeth busca otro tipo de registro del tiempo. Aunque libre una lucha encarnizada por captar y preservar esa frescura y espontaneidad que relampaguearon en aquel primer vistazo fugaz lo que más desea es trasladar ese momento a otra dimensión. Busca la atemporalidad.
De algún modo, lo que hace es intentar conjurar la eternidad y encauzarla hacia su lienzo. Al menos al hacer un retrato intenta captar todo ese tiempo de vida y hasta las generaciones pasadas que han hecho que esa persona sea lo que es cuando la mira el pintor. Si es un objeto, colorea por poco el secreto de que ese objeto, esa planta o ese animal existan. Si es un paisaje, busca apresar sus años, el tiempo acumulado, el tiempo que ha transitado ese lugar. Si es una casa o un interior, muestra un desgaste y todo rastro de uso y abuso. El tiempo se detiene y el mundo se condensa en una claridad absoluta, en un puro milagro.
Donde mejor se ve este tipo de trabajo es en sus bocetos de acuarelas, esas marañas de pinceladas desbocadas y abstractas que luego engendran un objeto o un paisaje a partir de la nada.
En ese paso que lleva del caos general a la resurrección del mundo se ve que son los mismos colores y las mismas pinceladas las que dejan al descubierto ese apabullante desorden y, a la vez, hacen posible que a partir de eso tome forma la realidad, como si él descortezara el tumulto, tallara el caos o mejor aún: como si volviera a darle un orden a todos los átomos.
Es decir que Wyeth primero ve de reojo, luego recuerda lo que vio, vuelve a "verlo" una vez más, ahondándolo, atravesándolo, trascendiéndolo y reconstruyéndolo, y así nos entrega la reflexión de esa primera mirada junto con lo subyacente, lo inmutable. Nos muestra abiertamente a una persona y, al mismo tiempo, el vínculo que tiene con ella. Y eso ocurre tanto con los objetos como con los espacios: nos concede toda su crónica, su imagen del tiemp, su "historia arqueológica".
Los críticos le recriminaron que fuera demasiado "anecdótico", que diera demasiado contexto en lugar de centrarse en las superficies, tal como lo exigía por entonces el mundo del arte (y tal como lo sigue haciendo hoy). Wyeth nunca se dejaba inmutar por ese tipo de señalamientos. Justamente porque también era un narrador. Quería serlo, debía serlo para poder abarcar más con su mirada. Estaba convencido de que necesitaba todo ese marco y todo ese empeño para poder pintar un retrato, una naturaleza muerta o un paisaje.
Por eso lo considero tan esencial. Hemos dejado de apreciar la complejidad de la mirada, que se ha visto reducida, la mayoría de las veces, al mero acto de ese primer momento. (A menudo no tenemos otra opción). Wyeth nos enseña la segunda, la tercera mirada. Parece decirnos: "¡Asuman la responsabilidad que radica en el acto de mirar! Observen ese deleite de cavar más profundo. ¡Aprecien cuánto vale la pena entregarse totalmente a la presencia de una persona, de un objeto o de un paisaje! Dejen que esa mirada de reojo los lleve realmente a observar y a reconocer, a ver el mundo en todo su esplendor; háganlo de un modo más perdurable, más serio, más apasionado, y desde una mayor comunión".
Para ese acto de ver y de mirar no hay mejores maestros que los pintores.


Escrito en 2013 para el libro de Wim Wenders y Mary Zournazi Inventing Peace. A dialogue on perception, Londres, I.B. Tauris & Co. Ltd. Traducido de su versión en alemán reescrita por Wim Wenders.
Extracto del libro Los píxels de Cézanne, de Wim Wenders.
Traducción al español: Florencia Martin.

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